El bosque de Aokigahara, la meca de los suicidas en Japón.
Mmm… el monte Fuji, todo un icono de Japón, con su cumbre nevada y, en primavera, con ese estallido de color de los miles de almendros en flor que pintan la estampa de tonos blancos y rosados convirtiéndolo en una ilustración de cuento de hadas. A un tiro de piedra de Tokio, aprovecharemos la visita para dar un pequeño paseo por sus laderas.
Ya hemos llegado.
Es increíble que exista un lugar tan agreste y tan cercano a una de las ciudades más pobladas del planeta, la verdad es que toda la vasta extensión que rodea al monte Fuji está de lo más cuidada y protegida, las pocas edificaciones que se pueden encontrar respetan el entorno y pasan bastante desapercibidas. Ha sido un día duro, hemos subido hasta la cumbre del monte para disfrutar un buen rato de las vistas. Aquello es tan bonito que se nos ha ido el santo al cielo y comienza a atardecer en pleno descenso.
Como somos más chulos que un ocho, para atajar decidimos tomar un sendero que partía del camino principal y como no, nos hemos perdido. Como única referencia tenemos el monte a nuestras espaldas y a lo lejos, la enorme mancha gris que es Tokio.
A medida que descendemos la perspectiva hace que la ciudad vaya desapareciendo y ante nosotros solo tenemos una oscura y gigantesca zona que parece un bosque denso y tupido.
Por suerte, todavía queda un buen rato de luz y estaremos al otro lado antes de que anochezca.
Encontramos un sendero que se introduce en el bosque y para allá que vamos…
A los pocos pasos encontramos un curioso cartel, el que más entiende de japonés del grupo va descifrando lentamente lo que pone en él:
“Tu vida es valiosa y te ha sido otorgada por tus padres. Por favor, piensa en ellos, en tus hermanos e hijos. Por favor, busca ayuda y no atravieses este lugar solo”.
Mientras caminamos, observamos que ciertas partes del bosque están cerradas con cinta policial e incluso en algunos lugares hay carteles que prohíben el paso. Suponemos que es para la conservación del bosque, para que la gente no salga de los pequeños senderos y moleste a la fauna o ensucie más de la cuenta el paraje. Continuamos nuestro camino…
Ya llevamos más de media hora caminando y los ánimos comienzan a decaer, cierto nerviosismo se instala en el grupo que involuntariamente acelera el paso por momentos. Las bromas han cesado y todos caminamos en silencio observando el extraño escenario que nos rodea. El que encabeza el grupo se para de golpe y se queda observando algo a su derecha, en un pequeño claro, el resto nos acercamos con curiosidad para ver qué es lo que ha detenido sus pasos… ¡La virgen! ¡Ante nosotros están los restos de una persona!
Estupefactos ante el macabro hallazgo todos tenemos la misma reacción, salir de allí cagando leches y emprendemos de nuevo el camino como alma que lleva el diablo. Mientras corremos observamos que el primer esqueleto no es el único, de reojo vamos viendo despojos de otros cuerpos humanos.
Ya hemos perdido la cuenta del rato que llevamos corriendo por este tétrico lugar, alguno del grupo comienza a decir que estamos corriendo en círculos y que cree que por algún lugar hemos pasado ya en varias ocasiones. Otros dicen que no, que vamos por el lugar correcto y que no tardaremos mucho en salir de este infierno.
Mientras continúa la discusión aparece ante nosotros, entre los arbustos, algo que parece una tienda de campaña o una especie de chabola montada con plásticos y cartones. Nos acercamos para ver que es, quizás en el sumun de lo macabro a alguien se le ha ocurrido pasar unos días de acampada en este lugar tan terrorífico. Cuando meto la cabeza en el interior lo que me encuentro es todavía peor que los huesos esparcidos que nos habíamos topado hasta el momento… un cuerpo medio momificado descansa en el interior entre ropas sucias y pestilentes. Tras una vomitona antológica salgo de nuevo a la carrera y el resto del grupo hace lo mismo, incluso algunos no tienen reparos en adelantarme a los pocos segundos.
La dieta a base de soja y shake de los últimos días no ayudan mucho y comienzo a sentir punzadas de dolor en los costados. Ya hace un rato que me he desprendido de las piedras volcánicas que cogí en la cima del Fuji para llevarme de recuerdo, pero aún así la mochila me pesa una tonelada. Estoy pensando en detenerme un rato a descansar cuando noto que el bosque comienza a clarear, quizás estemos ya en los lindes y decido hacer un último esfuerzo. El grupo corre desperdigado, unos delante, otros más atrás.
A lo lejos parece que veo a alguien, ¡si! allá hay gente, por fin vamos a salir de este puñetero lugar. Pero al acercarme noto algo extraño, esta gente está inmóvil, ¡coño! ¡!están colgando de sogas¡¡
Ni mochila ni ostias, me desprendo de todo y corro todo lo que me permiten mis piernas y mis pulmones hasta que, por fin, consigo salir del bosque. Pálidos como lápidas, algunos compañeros esperan fuera del bosque, temblando y en silencio esperamos hasta que se reúna todo el grupo y, arrastrando los pies, emprendemos el camino por el arcén de la carretera en busca de nuestro vehículo. Esta noche vamos a necesitar unas cuantas botellas de licor para recuperarnos de nuestro peculiar paseo.
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